** EL PELUSA
Un buen día, de aquellos que no hay
virus que se atreva a borrar de nuestro propio disco
rígido, lo trajeron a casa. Creo que fue para
fines de noviembre del sesenta y ocho; y yo, pibe
atorrante al fin, estaba volando de fiebre merced a
una estúpida recaída, consecuencia directa de cierta
gripe mal curada muy a pesar de los obsesivos
cuidados de mi vieja.
Esforzándome un poco para mirarlo de
soslayo alcancé a verlo, tímidamente, por entre las
pestañas pegoteadas que a contraluz formaban líneas
amarillo brillantes en mi retina. Lo vi y mis
ocho años escasos se iluminaron en forma repentina
bajo la penumbra bajoneante de aquella humilde
piecita verde agua.
Todos se habían percatado de que quería un
perro, que lo necesitaba , tanto quizás como a la
foto de Madurga en la pared del fondo o el crucifijo
de mi cabecera, señor, coronado por esa humilde
ramita de olivo reseca que desde abril venía
aguantando los cimbronazos del viento del sur
cortante y descarnado a la hora de filtrarse chillón
por entre las aletas de la persiana rota.
Mi viejo lo dejo en la puerta y el
pobre can se quedó como con miedo, ostentando un
cuerpo diminuto asido a aquellos dos pares de patas
retaconas que lo hacían patizambo y
desproporcionado. Con el correr de las horas hizo
prevalecer su caraduréz innata cuando comenzó a
horadar con cierto descaro el borde derecho de la sábana
revuelta, usando su particular hocico mas
ancho que largo.
Su raza cualunque
y ratonera le confería extrema debilidad por los
roedores, algo que por sistema ponía en practica
cada vez que cruzaba oliendo y escarbando por debajo del
tejidito enano que dividía el patio con la
quinta de mi abuelo.
Sin dudas supo ganarse con creces el cariño de todo
el barrio , periférico por naturaleza , cuyo humilde
plantel de edificios se remontaba a una pobre
amalgama de tapiales raídos camuflados con
lengüetazos de cal amarillenta y casitas simples de
una planta, donde los chicos hasta se peleaban fiero
por llevarlo a pasear .Nadie osaba tirar el primer
gomerazo al aire sin que el Pelusa estuviera
allí, haciendo acto de presencia con su ladrido agudo
apuntado a los cuatro vientos, gritando y
sacudiéndose con alegría desde el fondo de una
cuneta saturada de yuyos donde revoloteaban
con desenfado decenas de corbatitas, mixtos y jilgueros
tan libres como las alas de nuestra inocencia. Y
allá iba el cuzco, mostrando su chuequera entre los
terrones blandos de la tierra arada, corriendo a una
liebre a veces, toreándole a los chimangos otras,o
simplemente lamiendo mis canillas escuálidas
salpicadas de barro ,las que se elevaban unos
pocos centímetros por sobre las zapatillas Pampero
agujereadas. Allá iba por la vida, con su diminuta
cabeza overa y triangular creciendo conmigo y
ofreciéndose como mudo testigo de hitos importantes
en el destino de un pibe de pueblo nacido en calle
de tierra. Primero fue la comunión. Después el fin
de la primaria . Y mas tarde los primeros
bailes, las trasnochadas, las broncas y la andanada de
lamentos ante el inevitable resultado de cada
materia que por centésimos me volvía a convocar en
marzo. Y el tumultuoso quinto año, que trajo
acompañada la deshonra de tener que soportar la
resaca de aquella primera curda que me dejó de
cama, donde tan solo la húmeda lengua del Pelusa se
acercó para despabilarme antes de caer tendido por
segunda vez. Y el primer pucho en el baño, y
las noviecitas, y aquella rudimentaria música progresiva
atronando a todo el vecindario, mientras el Pelusa
dormitaba plácidamente al lado del combinado de
madera sin que el barullo haga mella en su
tranquilidad perruna. Postales del
barrio, quizás. Imágenes sencillas que a lo largo de
casi diecisiete anos forjó el Pelusa desde su
llegada hasta la ultima foto que logramos tomarle
viejito, casi ciego posando cholulamente junto a mí, un
negrito flaco con uniforme de soldado, que se creía
Rambo cada vez que la "Santafesina" lo traía de
vuelta a casa. Salvando las distancias temporales y de las otras.
este muchachito emprendía el retorno a casa, como
cada regreso de cada tarde infantil, desandando el camino de la
escuela primaria, para poder disfrutar y compartir con el
Pelusa un trozo del suculento pan con
manteca de las cinco y media de la tarde. Tardes
invernales de cuadernos Laprida y cortitos Faber con
la punta gastada de escribir nombres queridos en el
banco de madera. Tardes invernales tan grises y
tan caras como ésta, que hacen aflorar la sal de la
nostalgia y transportan nuestros mezquinos intereses
terrenales a un limbo de sentimientos nobles,
habitado por millones de Buckis, de Rolos, de
Tarzanes, de Colitas o Pingolfios. Póngale usted el
nombre de su agrado.
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