miércoles, diciembre 07, 2005

** LA CASA DEL ARBOL

Venían siempre caminando por el medio de la calle, abrazados como hermanos en desgracia. Uno de ellos , el menor en edad y estatura llevaba, siempre también, botella de grapa en mano izquierda y la agitaba con fuerza, tal se tratase de una cándida campana a la que por razones obvias faltábale el agudo sonido que habría de conferirle un simple, humilde y solitario badajo de bronce . El del medio, cuyo rostro de querubín se destacaba dentro del grupo, miraba siempre hacia arriba y sonreía simpáticamente a cuanto tipo cruzara en el camino. Parecía lelo pero no lo estaba, realmente, mientras que el tercero... ah, el tercero... Ël era quien se encargaba de poner la pizca de pimienta necesaria para mantener la alegría en los momentos cruciales . Sus risotadas hacían asomarse a la gente mayor contra las rendijas de las ventanas y sacaban de quicio a los flemáticos vecinos. Las piernas de Pachín, que de este ultimo se trataba, parecían endebles y a punto de romperse en cualquier momento. El pantalón, para corto largo y para largo corto, dejaba apreciar dos extremidades chuecas que vistas a la distancia podían ciertamente compararse a un par de piolines con nudo al medio. El pálido aspecto de su físico de marioneta , sumado al brillo abusivo de aquella cabeza rapada a cero hacia brotar sonrisas espontáneas entre la gente del pueblo. Daba algo de lastima, es cierto, pero Pachín no hacia demasiados méritos para revertir la situación y tampoco a sus amigos les preocupaba en demasía, a decir verdad. Lo notable es que no habrían reunido cuarenta años entre los tres y ya bajaban con creces el par de atados de negros sin filtro, vanagloriándose descaradamente por ingerir su litro y medio de alcohol diario per capita.

Cuentan las malas lenguas que cierto día, aburridos de tanta siesta monótona decidieron levantar su propia casilla en el árbol mas alto del pueblo y recibieron la única compañía que pudo brindarles un triste perro vagabundo con mas pulgas en su panza que pelos en el lomo. Este mimetizábase en un todo con el trío, lo que le permitía olvidarse de aquellos lejanísimos ancestros de galgo atigrado, quienes como todos sabemos se caracterizan por la energía y velocidad extrema puesta en cada uno de sus actos. El can, haciendo caso omiso a los dictados de su raza, se dedicaba a dormir todo el santo día o, en su defecto, a caminar cansinamente detrás del terceto. Diablo le llamaban y el nombre hacia referencia directa a su cara endemoniada, en donde brillaban saltones dos fantasmagóricos ojos color miel de una claridad casi irreal, algo que al decir de muchos producía cierto escalofrío digno de la paranoia mas exacerbada .
Como no podía ser de otra manera, y emulando casi con descaro a sus amos, el animal a cada tanto probaba algo de alcohol y brincaba con exageración hasta chocarse sin control contra los morrudos plátanos de la vereda de la calle Brown al fondo.
La base, o mejor dicho el piso de la casa fue hecho de madera de algarrobo robada al padre de Rolo, el carilindo del grupo, quien en un pasado no tan lejano supo dedicarse a la carpintería artesanal. Era bastante fuerte, bien terminado y sobresalía un metro cuarenta a cada lado del pulido tronco del álamo en que se hallaba. Las paredes de chapa estaban pintadas en blanco y servían para sostener el coqueto techito de aglomerado bermellón que cuidada y minuciosamente armaron sudando la gota gorda entre los tres. Quienes acertaban pasar por la ruta, a metros de ahí, no podían hacer otra cosa que seguir con la vista la rara construcción que se presentaba ante sus ojos y aprovechaban igualmente para dejar escapar sus maliciosos pensamientos enredados con ciertos suspiros de desaprobación por la casa, por el árbol, por el trío y hasta por el rítmico y cadencioso bamboleo de la escalera de sogas que casi rozaba el piso. En fin, aquellas mismas lenguas de dos filos también se solazaban hablando de ciertas actividades non sanctas realizadas en la casa del árbol. Lo único que consta a los mas memoriosos y menos jodidos , es el recuerdo de una chillona música cantada en inglés puesta a todo volumen y algún que otro asadito de falda hecho a metros de ahí, en la parrilla armada con tres o cuatro latas de aceite unidas por remaches. Todo lo demás entraba en el terreno de la especulación y casi siempre iba férreamente unido a la inefable mala fe emplazada por los detractores de siempre. Mientras tanto, el dorado maíz crecía a la vera del camino tan flexible y enhiesto como los delirios del grupo, viendo con impotencia cómo sistemáticamente sucumbían sus filas anteriores bajo las garras de estos simples, sencillos e inocentes cosechadores de choclos veraniegos.

Cierta noche de tormenta, de aquellas en donde el viento constituye la cabeza visible de lo que sucede detrás de sus silbos, se empeñaron en hacer resaltar sus dotes de incipientes poetas. Comenzaron a exteriorizar así, en voz alta, poesías sin métrica alguna escritas en la penumbra de sus cuartos, y cuyas rimas tocaban casi mágicamente los temas cotidianos que iban encarnados en sus tres pobres vidas parias. Dejaban entrever de ese modo la brava soledad en la que estuvieron sumidos individualmente hasta que sucedió el pequeño milagrito de conocerse el rostro y disfrutar sin pausa de la bohemia compartida. El chillón y corpulento viento del norte arrastraba también hacia la inmensidad del campo sus voces cuasi infantiles que repetían al unísono prosas de Borges, de Haroldo Conti o del mismísimo Márquez engarzadas a veces con los arrítmicos versos de Neruda y la perfecta y cuidada poesía de Lorca.
Desde la casa del árbol se divisaba el pueblo en toda su pequeña extensión, pobre amalgama de tapiales raídos y casitas simples de una planta donde proliferaban como norma los patios de glicina en octubre y las largas hileras de plátanos desnudos encerrando pantanosas callejas en el desolador mes de julio. Podía asimismo escudriñarse el campo y notar a simple vista a quienes pertenecían los distintos sembradíos de superficie y color diferentes entre sí. Las frías noches en que la luna llena intentaba prestarle algo de vida al cielo de pizarra resaltaban la blancura irregular de las paredes, las mismas que a lo largo de dos cortos años irían a convertirse en el refugio obligado de esas tres flacas almas solitarias que alimentaban su dichoso escapismo, el cual llego a volar casi tan alto como sus sueños. Y fueron varias las heladas que con sus mantos inmaculados tendieron a despabilar la musa inspiradora del particular grupete y otras tantas lluvias atesorando el espacio que ocupaba la razón puesta al servicio de los aprendices de poeta. Y mas fríos, y mas calores, y mas flores sobre flores surgiendo como síndrome de soleadas primaveras que ponían a prueba la capacidad de amar que sangraban de a puchos sus simples y gastados corazones de artista. Y charlas y mas charlas,jugosas, interminables, girando alrededor de un imperfecto agujero de mate con el consabido reinado de su majestad la bombilla de lata que quemaba insolentemente los jóvenes labios, siempre ávidos de relatos distendidos y un poco inventados, surgidos a veces del encuentro que había tenido cada uno con la chica de su agrado.

Así de simple, así de claro, así de inocente. A nadie se le ocurrió jamás el darles una oportunidad para mostrar sus cualidades en el aspecto puramente humanístico de la cosa. Fueron ridiculizados, marginados y separados adrede del resto de los adolescentes para que de esa manera “no cunda el mal ejemplo y dejen de ensuciar con la podredumbre de la vagancia a la sana, incorruptible y casta juventud local.” Sacerdotes, concejales, damas de la beneficencia y fraguados hombres de bien en general se agolparon frente a cuanto agente de policía encontraran a su paso solicitándole tomen las riendas del caso con carácter de urgencia. Triste es reconocer que a nadie le hubiese temblado la mano de haber tenido que firmar una sentencia de muerte para los descarriados.

Nadie movió un dedo para defenderlos, nadie los escuchó. Nadie excepto Roque, el morocho grandote que alguna vez supo del particular orgullo de vencer al legendario oso Fidel, regando con sudor y algo de sangre las arenas fofas del Circo Hermanos Benatti, y a quien la gente hubo de anotarlo de un plumazo en ese cuadro de honor imaginario que contiene los nombres de aquellos tipos que en algún momento hicieron algo por el deporte de su pueblo. Haciendo un poco de historia, recuerdo que esa tarde la banda del maestro Cuzzani tocó a rabiar algunas melodías estridentes, y que Roque dejó de ser Roque para convertirse en "Tarzan", aunque a decir verdad su voluminoso abdomen y esa escasa lucidez mental que natura hubo de obsequiarle poco tenían que ver con el bravo personaje llegado desde tierras tan extrañas. De sus gruesos bigotes de cepillo nuevo emanaron destellos cuando se mezclaron con el par de tibias lagrimas furtivas vertido por la emoción de haber conquistado a un publico que berreaba y berreaba encaramado a las siete torres de luz que rodeaban al picadero . Lejos estaba de probar en ese instante el desencanto de saber que la fama es puro cuento y que en unos cuantos días solo iría a ser “el negro que peleó con el oso”. Mientras el pueblo sepultaba con hastío recurrente las mieles triunfales de Roque, sus blancas botitas de boxeador vestían de verde al trotar tediosamente por los alrededores del Once Amigos, simulando entrenar con denuedo para una pelea que nunca iría a realizarse. Pausa entre largas horas de entrenamiento y duro trabajo estibando bolsas eran sus frecuentes incursiones por los alrededores de la casa del árbol.

Llegaba despacito, casi en puntas de pie, e iba a esconderse a medias detrás de la tosca ligustrina que crecía despareja contra el alambrado que dividía la estanzuela de Arnou con el campo de Seghetti. Una vez allí espiaba, oía, y hasta se divertía con desenfado escuchando a los tres jóvenes transgresores recitar sus "versitos", como él tiernamente los llamaba. Podría decirse que estaba cultivando una amistad secreta que bien sabía ocultar en sus horas de regocijo apostado cuerpo a tierra. A veces trabajosamente anotaba con pasmosa lentitud alguna que otra estrofa trunca en su libretita de tapas verdes, pero jamas de los jamases hubo de animarse a dirigirles la palabra, tal vez por ese contagioso sentido discriminatorio hecho carne entre la gente de un pueblo que supo descubrir a flor de piel sus prejuicios tan inocentes como vergonzantes.

Como no podía ser de otra manera, Tarzan estaba en su escondite tratando de memorizar un verso de Neruda la fresca madrugada en que la turba incendio el álamo . Y vio perfectamente cómo el doctor Caffa intentó talarlo hasta que el reseco mango de su hacha de leñador se quebró en dos. Y escuchó repetir hasta el hartazgo los llamados de auxilio de los tres amigos antes de caer desvanecidos por el humo. Y también vio al sucio machete del comisario Castillo seccionar la escalera con dos certeros golpes, y sintió la húmeda lengua de Diablo recorrer su mano derecha segundos antes de detenerse en el tiempo. Y corrió, corrió ciego por el campo brotado para trepar de un salto y aferrarse con sus toscos dedos cual garras al tronco caliente que se consumía rápido, pleno de aceite y kerosén mezclados con nafta en partes iguales. Y gimió, y se quemó, y de a uno los fue apilando detrás de la tosca ligustrina que crecía despareja contra el alambrado divisorio de la estanzuela de Arnou y el campo de Seghetti. Y vio, y escuchó, y sintió el duro culatazo que rompió su nuca al penetrar exhausto en el patio sordo de la casa vieja.

Las ultimas noticias del ex peleador llegaron desde Oliveros, sombrío manicomio situado en un paraje cercano, donde según versiones encubiertas habría terminado sus días recitando a Bécquer encima de un sauce tan añoso y corpulento como su oscura anatomía de quebracho volteado.

Rolo, el de la cara de ángel, tiene marcada tendencia a engordar y junto con dos de sus tres hijos adoptivos dirige un diario semioficialista en el pueblo de Samaipata, cercano a Santa Cruz de la Sierra, en la hermana república de Bolivia.

Pingolfio, el mas pequeño, una fría mañana de mayo se bebió de un sorbo interminable las frías aguas para nada poéticas de la costa oeste de la isla Soledad, allá en Malvinas.

Y el tercero. Ah, el tercero.., él persiste con esa bendita utopía de andar por la vida mitad croto, mitad burgués, contando historias como ésta y otras que a continuación irán emergiendo, y estrechando lazos entre su pueblito natal y la madre patria, soltando a cada rato un pesado lagrimón que rueda lentamente desde el bigote de foca hasta el abdomen. Pero continúo (perdón, quise decir continúa), a pesar del persistente temblequeo de hojarasca que atestigua su convivencia con Parkinson, bosquejando escaleras de soga y álamos caídos, siempre tan cerca del terruño pero a años luz de su gente.

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