sábado, diciembre 31, 2005

** EL VISITANTE


Se apareció en casa como a las once de la mañana de un jueves cualquiera,con el calor asfixiante de finales de año
y su correspondiente cielo sazonado en moscas. Era uno de esos días en donde la constante pesadez del estío rosarino requiere
soluciones mas de fondo que el permanente rito de un apantallamiento contínuo. Se apersonó con cierta rigidez y movió su cabeza hacia delante a manera de formal reverencia. Así mi sorpresa hizo eclosión en un largo suspiro que no permitió oír la primera parte de su alocución sencilla, limitada a solo cinco o seis palabras llovidas desde el interior de una boca enmarcada en anguloso rostro de generosa barba y cabellos al viento. Su facha parecía provenir de algún otro mundo, un reino quizás más etéreo y tal vez mucho menos complicado que el mío. A todo esto, el sádico verano venía flagelando mi piel en forma de permanente ardor que se plasmaba en miles de gotas de sudor gomoso, mientras el visitante mantenía su figura libre de máculas y exenta de recibir los daños que el calor propina al resto de los mortales.

Dirigiendo la vista a las alturas tendió ambas manos en dirección al norte, y sin pronunciar ruido ni sonido alguno marchamos lento, levitando por sobre los empedrados hirvientes y una seguidilla de desprolijos techos de la periferia, la que nos fue guiando hasta dar con el centro mismo del parque Independencia. Allí una fuerte ráfaga de viento del norte me refrescó el torso al tiempo que oscuras nubes de cizañeros mosquitos iban cayendo en picada sobre nuestro flaco par de lomos sin hacernos el menor de los daños.

Ya en lo alto pude deleitarme apreciando cómo los pájaros del parque se solazaban emitiendo gorjeos y trinos celestiales mientras cientos de chicos, a pesar de su natural etapa de formal egoísmo, se intercambiaban golosinas, brincaban tomados de la mano, y hasta compartían sus juguetes divirtièndose a troche y moche. Los mas jóvenes ayudaban a cruzar la calle a los ancianos y éstos agradecían al cielo con una sonrisa enorme, transparente. Todos en las veredas osaban saludarse, arrojarse besos. Los plácidos adolescentes cortejaban a sus noviecitas llenándolas de flores, recitándoles poemas de Neruda mientras entonaban arcaicas canciones de amor prendidos a cientos de luminosas guitarras imaginarias. Mi compañero de vuelo solamente meneaba la cabeza y a cada tanto guiñaba su ojo izquierdo sintiéndose cómplice de tamaño trastoque. Estaba alegre como jamás nadie debe de haberlo visto. Era la gloria manifestada en el mejor de los síntomas. El bello trance duró larguísimo rato, muchas horas, quizás días, y esa enorme sensación de bienestar ganaba con creces la totalidad de mi cuerpo, el que se iba distendiendo lentamente y, sin demasiadas vueltas, estaba comenzando a experimentar un gozo inusitado que supuse eterno.

De pronto, y como siempre ocurre en estos casos, todo se ensombreció. El cielo pasó a tomar una fiera coloración grisácea virando al negro mas cerrado. Temblé como una hoja. Miedos y más miedos reincidentes emparentados con el clima tempestuoso fueron modelando mi temple muy a pesar de que en mis mocedades supe tomar a la lluvia como a una bendición de las alturas. Un presagio tan oscuro como el entorno me erizó los cabellos, crispó mis manos y entumeció en mí toda capacidad de discernir sobre realidades o fantasías. Así los pájaros huyeron lentamente emitiendo raros graznidos que bien pudieron ser de dolor o de fobia. Cada uno de los chicos, antes de emprender retirada, desató su malicia arrojando arena en los ojos de su vecino a la vez que vimos cómo las parejas otrora enamoradas se empeñaron en mostrar al mundo su enorme colección de gestos obscenos mientras alguna que otra parte pudenda era dejada al descubierto.

Me di cuenta de la desazón de mi amigo cuando una pesada lágrima le rodó desde la mejilla a la túnica. La pálida figura no extendió los brazos ni me obligó a seguirlo. Evitó el pobre tipo hacer otra cosa que no fuera caminar cabizbajo, a paso lento, encorvar su porte descarnado y lanzar un sonoro gemido que terminaría por perderse, junto a él, en el centro mismo del laguito del parque, girando en un enorme remanso tachonado de espuma y cientos de miles de burbujas de aire.-


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