martes, diciembre 13, 2005

** LA BOINA BLANCA


I

El día se presentaba lindo, seco, brillante; como bien lo hubiese definido mi tío Pocho: “un día peronista”, decía, aunque no había que ser demasiado ducho en reconocer gestos para advertir el guiño cómplice de su ojo izquierdo. Todo en él era socarrón, especialmente cuando se refería al tema de la política partidista, ya que había sido radical, muy radical; pero de aquellos, los de la boina blanca hasta las orejas y la foto del peludo en el interior de la puerta del roperito individual. Todos en su momento atestiguaron que no se llevaba nada bien con la dirigencia que le había tocado en suerte, y hasta aseguran que alguna que otra vez supo tomarse a golpes de puño con aquellos a quienes sabia y acertadamente denominaba cogotudos oportunistas. Demás está decir que cobró para èl y toda la familia, incluido el perro, las dos gallinas ponedoras y el cardenal amarillo que aburría con sus trinos lastimeros a los gorriones libres.
Bien, la cuestión es que de tanto andar deambulando por los comités se le pegó en cierto modo el léxico chantocrático de los caudillos populares, de la misma forma en que supo adherírsele con ganas el engrudo tibio entre los dedos amarillentos de nicotina, acompañante insobornable de aquellas noches de vino barato, de damajuanas, de mate prolongado y de afiches puestos casi en la clandestinidad.
Una fresca mañana otoñal, con el acabado gris del cielo que preanunciaba lluvia y una alfombra dorada de hojas de plátano crujiendo al paso de la gente, tuvo el raro privilegio de conocer las rejas de la comisaría, pero del lado de adentro. Su eterna bohemia y el arcaico oficio de buceador de imágenes perdidas bajo el alcohol tornaron a la situación en no demasiado grave y jamás llegaron a preocuparle demasiado las consecuencias; máxime si tenemos en cuenta que su único trabajo forzado fue cebarle unos trescientos veintitres amargos al comisario de turno y lustrar los borcegos de todos los guardianes del orden, quienes no eran mas que cinco buenos muchachos empeñados en hacer cumplir la ley. Lo caratularon como desacato y no era para menos. Tuvo (en realidad era su costumbre de años)el desatino de hacer un pequeño agregado a la primer palabra con que comenzaba sus mentados discursos el General. La plaza, dicen, estaba de bote a bote ese primero de mayo del cincuenta y tantos. Por la propaladora del pueblo, inmediatamente después del himno y la marchita, un acople que sonaba metálico atronó el ambiente dejando escuchar el clásico “compañeeeeeros...”, a lo que él, desde la esquina del boliche de enfrente, de pie y apoyando las palmas en el caño horizontal de su bicicleta herrumbrada, remató con un sonoro “son los huevos...”. Salvo los más consecuentes con la doctrina justicialista, que seguían extasiados la arenga partidaria, el resto no pudo seguir escuchando a su líder. Todo comenzó con un murmullo imperceptible que fue haciéndose cada vez mas fuerte y culminó con una carcajada generalizada. Seguramente esto fue lo que irritó a algún dirigente de cierto peso entre las bases quien, a no dudarlo, carecía del sentido inocentemente amistoso que mi tío la daba a la lucha entre los diferentes partidos. Tal vez eso vaya a dar una explicación coherente a la pobreza franciscana que lo acompañó durante su no tan larga vida. O a la envolvente soledad en que estuvo sumido en el momento mismo de recorrer la ultima etapa de su existencia, muy a pesar del culto a la amistad que supieron prodigarle otros tantos crotos como él, en su inmensa mayoría peronistas de la primera hora; pobres almas que se consolaban mutuamente asolando mares de vino triste, compartiendo impotentes broncas en la mesa lindera a la ventana del barcito humilde de la calle Mitre al fondo.
Hasta se había convertido en parte del paisaje su brocha gorda derramando engrudo por toda la mano derecha. Y el pucho, mojado, que él mismo armaba y encajaba sistemáticamente entre la comisura de los labios. Y su tarro de Shell abollado, con manija de alambre retorcido salpicando harina y agua por el reborde de cada tapial del pueblo sometido a aquella perspicaz pegatina.
Cómo no imaginarlo solitario, en cuclillas, desafiando a la niebla persistente de una noche cerrada, tratando de golpear primero y obtener así el merecido premio de ver convertido en un autentico collage democrático al preciado paredón del correo, por ejemplo, de casi una cuadra de extensión con ochava incluida. Su axila se había adaptado ya notablemente al rollito de papeles baratos, ni siquiera satinados. El gorrito de diarios, característica obligada de humilde pintor de obras, iluminaba la oscura noche con su reflejo de descaro al ser alcanzado por el farol indiscreto de cierto vecino curioso o la insípida linterna de un policía de ronda.

II

El bebé de seis meses, bastante avispado por cierto, se divertía tirando de uno de los bordes de la puntilla española que terminaba en puntas y formaba perimetralmente el borde del mantel de algodon que cubría la mesa oval. Tres jaulas con idéntica cantidad de canarios flauta en su interior colgaban prolijamente de sus correspondientes pies de hierro y dejaban escuchar gorjeos en tres diferentes tonos. En el aire todavía se respiraba el suave aroma de las glicinas en flor.
Un corralito con barrotes de madera yacía deshabitado contra el viejo sauce que dividía el terreno del fondo con el baldío lindero. Tejido de alambre aplastado de por medio y una hilera de tres o cuatro plantas de ricino semejaban una tosca y humilde medianera.
- Le traje esto al pibe –murmuró con su clásica voz fuerte y chillona a la vez. - Creo que ya es tiempo de que vaya aprendiendo.
Sus manos percudidas abrieron el bolso azul y lo sostuvieron de una de las manijas. La otra solo estaba reemplazada por un trozo de piolín doble que aparentaba un nudo marinero imposible de copiar. El interior era todo un pandemónium donde se podían hallar pinceles, pinceletas dos pares de estampitas de María Auxiliadora, un atado con quince votos de Balbín y, en el fondo, rodeado de anzuelos, un paquetito blanco con letras rojas que explicaban las cinco razones por las cuales la gente prefería comprar en Casa Boretti. Con sonrisa de triunfo y aire de emotividad lo extrajo enderezando su figura enclenque y se lo pasó solemnemente a mi viejo.
- Sacála vos –dijo inflando el pecho- que yo tengo miedo de ensuciarla con grasa. Me la consiguió don Miguel –agregó-. Dice que se la dio Malaponte en persona...
- Al final, podrías haberle regalado el gorro de Boca –recriminó con sorna mi padre al tomar la boina blanca resplandeciente, casi inmaculada- Por lo menos le va a dar alguna satisfacción en la vida!! Ensayando un gesto de fastidio seguido por cierta sonrisa obligada, dio media vuelta y salió dejando el mate a medio tomar. Meneó la cabeza hacia ambos lados y alzó con dificultad los tachos de pintura roja y blanca. Era evidente que la innata falta de tacto del viejo había dado un fuerte golpe bajo a su amor propio, algo que provocó en él la misma reacción que produce el reto a un chico tras una sonrisa encubierta.
- Bueno- respondió- hagan ustedes lo que quieran. Yo me voy a terminar de pintar el tapial de la comuna.Y cuentan que se fue; se fue silbando un tango arrabalero de Gardel y Lepera que al decir de mi madre, quien era mas bien práctica y nunca supo entender demasiado su elemental vagancia, sonó con la lentitud y tristeza de un lamento.

Pasó esa campaña, otra y otra más. Sus dedos tembleques siguieron tiñendo de rojo y de blanco las paredes descascaradas de las tapias del pueblo. La brocha, inquieta y trasnochada desangró hasta el hartazgo mares de engrudo pegote sobre ladrillos desnudos, mientras quien la empuñaba soñaba despierto con ver su nombre reflejado en alguna lista de candidatos. A tanto llegaba su inútil esperanza que hasta tenía preparado el machete con su propio discurso, que sacaba a la luz en las noches en que los vahos del alcohol se apersonaban en su figura endeble.
Bebió con angustia el trago amargo y la desazón del once de marzo del sedtenta y tres. Su desilusión lo mandó a sumirse en la peor de las depresiones al no encontrar referentes políticos en casi ninguna de las instituciones. Se ahondó aún más su antiguo malestar cuando llegó el receso que ocupó los sangrientos años posteriores al setenta y seis. Eran tiempos de marchas, de contramarchas y de largos comunicados leídos con estúpida arrogancia.
Pero como todo llega, el ochenta y tres también llegó. Y llegó de la mano mágica de una incipiente democracia con la que teóricamente se curaba, se comía y se educaba. Otra vez apareció la enorme sonrisa de mi tío Pocho, desdentada y un tanto grotesca ya, paseándose por cuanto espacio vacío quedara esperando su sello de eterno pegador de carteles ajenos. A tanto había llegado su comunión con la política, que los más nostálgicos juran y perjuran ver todavía su imágen desgarbada arrastrando una frágil escalera por la veredita despareja que se pierde en la puerta del comité del barrio. Consciente de que cada vez son menos los lazos que me unen al centenario partido lo escucho cepillar con regular cfrecuencia, casi sin hacer ruido, aquella vieja, histórica e inconmovible boina blanca que me regalara al cumplir mi primer medio año de vida.

Le diagnosticaron cáncer de garganta, pero íntimamente él y yo sabemos que la causa fue otra mas descarna y terrible. Como buen descendiente de vascos sucumbió sin dar brazo a torcer tras una enorme sucesión de olvido y desengaños y no supo hacer otra cosa que tomar la extrema determinación de dejarse morir entre las grises sábanas de un viejo hospital público.
Se fue como vivió: triste, solitario, casi clandestino, con la vaga esperanza de volver a empuñar la brocha gorda. Pero ni siquiera tuvo la fuerza necesaria para guiñarme el ojo izquierdo al divisar la luminosidad extrema de las tres y cinco de la tarde de ese día peronista.










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