** NIÑOS SILVESTRES
El 70,4 % de los chicos Argentinos son pobres.Más de 3.500.000 niños viven bajo la línea de indigencia. El 40 % de los chicos pobres tiene un coeficiente intelectual 20% inferior a los no pobres
“Niño de nadie
que buscándose la vida,
desluce la avenida
y le da mala fama a la ciudad…
Niño silvestre
lustrabotas y ratero
se vende a piezas o entero,
como onza de chocolate”
Joan Manuel Serrat
En la soledad de la pieza, ese 24 de diciembre, casi en nochebuena, me había prometido a mi mismo que a pesar del frío y del estrecho contacto con el invierno europeo evitaría la nostalgia. La ventana de rejas estrechas me mostraba una Barcelona distinta a cada rato. Con el primer sol mañanero, que aparecía de a gotas, Cambrils tomaba una escueta tonalidad dorada, solamente interrumpida por repentinos aleteos de las nubes mas bajas. A rigor de ser sinceros, el aire puro de aquel último resabio de amanecer conspiraba contra todo intento de hacer otra cosa que aspirarlo lentamente, como quien digiere un añejo licor que fortalece el espíritu y adormece las ideas. Mas tarde el ambiente no iría a diferir sustancialmente del de cualquier ciudad europea típica, donde el smog de toda España se me vendría encima; desde el humo antojadizo de Tarragona hasta el perfume de mariscos rancios de San Fernando de Cádiz. Sabía que era una exageración esa descabellada idea de la mezcla de olores, pero me sirvió para que ensaye una nerviosa sonrisa, y eso vale. Bajé las escaleras con cierta dificultad y al ingresar al bodegón antiguo me crucé con un chiquillo escuálido de apariencia y acento moros que salió a abrirme la puerta. Sus rodillas descarnadas y desnudas se tocaban peligrosamente entre sí cuando subía o bajaba las escaleras de mármol. Con vocecita tintineante, por momentos estridente, me contó en tan solo dos minutos y casi sin respirar , vida pasión y muerte de todos y cada uno de los integrantes de su familia, además de revelarme ciertos detalles triviales que no escuché pero simulé oírlos tan solo por no desairarlo. El niño era una cruda postal el hambre y la desesperación por lograr un poco, al menos, de tanto cariño que mezquinamente anda desperdigado por el sol traicionero de Montjuich o las ramblas rebosantes de viajeros sordos, ciegos y mudos a sus requerimientos básicos. Todos lo conocen, lo excluyen por su raza, lo segregan por su estampa, lo cruzan en las esquinas de las grandes ciudades y lo ven en los semáforos de los suburbios. Lo hallan revoloteando la puerta de algún cine o rebuscando como trofeo de guerra un mendrugo de pan en los contenedores de basura que coronan los restaurantes top. Lo conocen mucho más los pequeños líderes políticos, obviamente encargados de representar algún plan social con cierto tufo a trampa, lo conocen a él, a sus amigos, a sus hermanos, y a los amigos de sus hermanos . A nadie escapa que cuando crezca y llegue a los dieciséis años será mas conocido también en tribunales, toscas comisarías, centros penitenciarios y en el mundo infesto y nauseabundo del tráfico de drogas y los ajustes de cuentas.
Y así fue que establecí un raro paralelo con mi patria, con mi gente, con las villas y con ese fantasma insobornable de la discriminación bastarda. Y lloré de a puchos, como solo lloran quienes tienen desgarrado el pecho oel alma hecha jirones. Y hube de hacerme a la idea, a pesar de los miles y miles de kilómetros de agua salada que separan ese mundo del mío, de que por momentos regresaba al tercer mundo, al de las miserias que a diario convocan la lagrima furtiva de esos niños silvestres que en la mesa de un bar saturado de angustias ruedan convocando a la moneda salvadora que quizás les permitan hacer menos jodido este presente navideño de moco y sobras de comida. Pero estaba en Europa, donde supuestamente las cosas se ven con otros ojos. Y gemí un poco más, y me abalancé sobre esa hamburguesa a medio comer, sosteniendo que nada y mucho tienen en común ambas fiestas. Y me vino a la memoria el recuerdo de Carlín, quien sonriéndole a la malaria abría puertas de taxi frente al bar del Pepa, cruzando la estación de ómnibus, o veía en ese chico moro al Galleta Rodríguez, que hacía tintinear con agrande el puñado de monedas ganados a la lástima en el bar de Buenos Aires y Nueve de Julio , o al palito Gómez, atiborrando la bolsa de nailon celeste con las sobras del McDonald, mientras exhibía con mal disimulado orgullo la auriazul desteñida y con flecos firmada por Palma. Pasó por mi retina también ese jadeante carasucia de “La Rana”, quien cada veinticuatro de diciembre, envuelto entre los tules de la inocencia, trabaja con entusiasmo navideño en el duro arte de despejar de yuyos el caminito de tierra despareja por donde pasean su resignación ancestral los desteñidos carritos de la miseria. Y el hambre, y la mueca, y aquellas lágrimas furtivas humedeciendo el triste par de alpargatas vacías en la mañana siguiente que serán, seguramente, las gotas que rebalsan el vaso de la paciencia.
Atesoraba para mí el amargo zumo de la nostalgia, y recurría en el hecho de comparar y darme cuenta que la cosa pinta fulera en todos lados para un pibe de la calle. Pero quise creer que, aunque sigamos empeñados en cambiar el mundo a cañonazos, al final del camino siempre hay un pequeño lugarcito en cada alma entumecida para que a partir de la rabia comencemos a pelearle al hambre, a la desnutrición, ayudemos a fomentar una educación y escolarización en serio y nos pongamos a levantar desde el pie una cultura del trabajo digna para padres y adolescentes. Quizás sea así como entre todos podamos mantener encendido el tímido tizón de la esperanza.
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