** EL VASO DE LA PACIENCIA
La mañana se despertaba en calma como casi todos los días de ese verano insoportable. Las luces de la calle, ralas desde siempre, dejaban entrever por qué al alba los ruidos típicos de los amaneceres de arrabal dejan de rtenecer mas al reino de las sombras para formar parte del crítico paisaje cotidiano. Con todo eso en su sitio como marco , Ismael Guzmán permanecía sumido en cierta catarsis extrañísima que le hacía ignorar el sueño.
La incongruencia de vivir a medias era la causa y efecto de sus tristes horas recorriendo callecitas angostas que desembocaban en baldíos malolientes, de semanas completas regurgitando pan duro en lugares miserables y de cerrados pastizales que se encargaban de proteger de día a niños inocentes en juegos sencillos, aunque de noche enmascaraban el sudor caliente de parejas tan faltas de inocencia como de inhibiciones.
Cerca de allí las casonas de Belgrano acentuaban la bohemia recurrente de algunos poetas que se regodeaban nutriéndose de rubias vivencias acordes con la época del año en que vivían. De las puertas de la villa para adentro lo poético solo se iba desgranando lentamente entre las muelas afiladas de la desesperación y el desaliento. No había rimas elaboradas. No había métrica alguna. No había plegarias por la paz ni alabanzas a nadie surgidas de la boca de quienes en pleno siglo veintiuno solamente luchan por llevar a la misma un triste pedazo de comida magra y alguna que otra gota de tinto de procedencia incierta.
Entre las idas y las vueltas por su suerte de mierda, Guzmán había aprendido a agachar la cabeza y mirar de reojo el triste paisaje que brindaba el viejo boulevard. Y el boulevard, por llamarlo de alguna manera, no era mas que una larga lengua de asfalto periférico que desembocaba en ese basural donde miserablemente procuraba lograr el sustento.
Casi como al pasar las moscas lo hicieron despertar del letargo caluroso de principios de año. La bombilla, todavía tibia, le hizo reflexionar acerca de lo importante que resultaba un buen amargo para poder engañar al estomago en los momentos de crisis.Un poco mas atrás, cerca del banquito de madera donde se había sentado y casi en dirección a la puerta ,que no era mas que una rústica cortina de cotín floreado, se bamboleaba ennegrecido un viejo almanaque de Alpargatas cuya tosca imagen abrazaba el contorno del taco calendario. “Cinco de enero…”, decía mirando de soslayo el pobre paisaje que entraba sin querer por la ventana mientras se hundía en lo mas hondo de sus recuerdos. Y así empezaba a desandar el largo periplo que hubo de llevarlo al lugar que estaba ocupando dentro de ese mundo pleno de tardes calurosas hábiles en la dura tarea de hallarlo tirando del carrito con ruedas de alambre, cuyos crujidos toscos se entremezclaban con el grito lastimero de los pájaros alcanzados por un hondazo.
“Cinco de enero...” repetía lenta, pausadamente. Rostros de amigos que hacía años habían dejado de pertenecerle volvían para decirle presente y, como si el tiempo no hubiera hecho mella, extraían de su pequeña alcancía de las cosas gratas aquellas bruñidas monedas de cobre con que alguna vez para esa fecha supieron estirar sus sonrisas desdentadas y morenas.
La cañada donde supo criarse también estuvo ubicada de manera preferencial en su retina. Insistió en revolver tímidamente aquellas turbias aguas por donde chapoteaba de chico para tratar de no pensar demasiado y hacerle a la vez una gambeta a la indiferencia de los otros.
El ruido de la canilla que goteaba lo hizo bajar de la nube. Las moscas, con su característico zumbido generador de ideas marginales también pusieron lo suyo. La impotencia para sobrevivir en la indigencia lo clavó una vez mas por la espalda ,esa misma espalda que a lo largo del tiempo supo ingeniárselas para hacer frente a los muchos espantos sufridos; espantos que fueron cacheteando una y otra vez su dignidad y entereza moral.
De repente, el canto de las aves de corral dejó de escucharse por un instante dando paso mágicamente al jadeo entusiasmado del carasucia, quien envuelto entre los tules de la inocencia, se arrodillaba con entusiasmo para poder cortar los tallos mas tiernos del verde pasto que crecía inconstantemente al costado del gallinero, lindando casi con el caminito de tierra despareja por donde pasean su resignación ancestral los desteñidos carros de la miseria.
Se preguntaba de dónde sacaría su pequeño de tres años las fuerzas necesarias para trasladar el enorme fardo que había recolectado y aguantarse sin chistar las excoriaciones que pudo ver entre sus manos. Poco tardó en darse cuenta que la razón era obvia, que lo místico y lo sobrenatural se confundían en cada uno de los actos de aquella criatura morena que vivía pendiente de su particular noche de reyes.
Cortaba, gemía y miraba hacia arriba como dirigiéndose a un tal Melchor compinche de toda una vida, una corta vida de tres años para la cual todo se limitaba a escuchar con atención los cuentos metafísicos que entre gruesas gotas de sudor caliente inventaba el nono Ismael a su regreso a casa.
Ismael, a todo esto, veía con cierto resquemor, y por enésima vez, desmoronarse el sueño de toda una vida. Siempre había añorado ser Rey Mago, aunque tan solo fuera para trasnochar justificadamente y embriagarse de gozo cada noche del cinco de enero, mientras media ciudad dormita entre el olor y las pisadas de mil ratas de albañal sedientas y la otra mitad -por decirlo de alguna manera- duerme su sueño de paz.
En su exclusiva y divagante utopía justiciera dibujaba mentalmente la sonrisa de los chicos de la villa, a quienes imaginaba llenándose de asombro al levantarse para manipulear el golpe bajo de la pena en los
trenes suburbanos, cuando entre sonoros gritos de admiración y carcajadas de júbilo descubrieran el hueco de sus zapatos atestado de juguetes.
El ruido de la canilla, regular e implacable, lo volvió a bajar del limbo. Cayó a la tierra, se revolcó en el barro de la injusticia y emitió un débil quejido que bien podría haber sido de resignación o de impotencia. Supo así que la bronca entumecida era el único bien con que podía contar en ese momento .Y supo también que las lagrimas de su nieto humedeciendo el triste par de zapatillas vacías en la mañana siguiente serían, quizás, las gotas que rebalsan el vaso de la paciencia.
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